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Cuando nos volvamos a encontrar


Hace algunos días, mi hija Romina [de 3 años] y yo, tuvimos una “discusión”. Esas discusiones que por lo general vienen precedidas de alguna travesura propia de niños de su edad. Yo estaba enojado, pues Romina no me había obedecido. Ella aparentemente también lo estaba. Me retiré a mi habitación y la dejé sola en la suya. A los 3 minutos [tal vez menos], ella me buscó y me dijo: papá, ¿jugamos? – Era inevitable acceder a su pedido y seguir jugando como si nada hubiera pasado. 

Luego de eso, me puse a reflexionar sobre las diferencias de pensamiento y/o comportamiento que a menudo existen entre los adultos y los niños. El enojo para los adultos puede durar toda una vida, pero para los niños no dura más de tres minutos. Y no solo eso, sino que luego de esos minutos, los niños se comportan como si nada hubiera pasado, mientras que los adultos vamos llenando nuestra mochila con historias negativas sobre las personas.

Los niños son capaces de decir las cosas directamente, los adultos a veces las callamos y en otras no encontramos la forma de “maquillarlas” para decirlas. Los niños hablan menos y hacen más, los adultos hablamos más y hacemos menos. Los niños no tienen miedos, los van aprendiendo, se los vamos enseñando. Los adultos en cambio, vivimos llenos de temores [muchos viven en nuestro inconsciente], de esos que nos paralizan y nos impiden lograr nuestros objetivos.

Los niños no juzgan por la ropa o por el color de piel, hasta que los adultos les enseñamos lo contrario. Los niños no tardan más de diez minutos en hacer nuevos amigos, a los adultos nos puede tomar semanas o meses en lograr hacerlos. Los niños confían en las personas, los adultos desconfiamos de ellas, hasta que nos demuestren lo contrario.

Y entonces me pregunto, cuando decimos que crecemos mientras pasan los años ¿realmente lo hacemos en todas nuestras dimensiones? ¿Realmente somos más tolerantes, más empáticos, nos comunicamos mejor? ¿Nuestras relaciones con otras personas mejoran? ¿Acaso juzgamos menos y confiamos más? ¿Escuchamos mejor? ¿Somos más resilientes?

Probablemente la respuesta a la mayoría de esas preguntas [sino a todas] sea no. Mientras nos hacemos más viejos, por lo general perdemos o dejamos olvidadas esas habilidades. Habilidades blandas les llaman algunos [soft skills], yo creo que son habilidades para la vida [life skills], absolutamente necesarias para mejorar nuestras relaciones con las demás personas.  

Es contradictorio, a los niños les preguntamos siempre ¿Qué quieres ser cuando seas grande? Tal vez a un adulto corresponde preguntarse ¿Qué quisiera mantener de ese niño que era hace algunos años? Que estas fiestas sean propicias para reflexionar sobre ello. Que nos encontremos nuevamente con ese niño que llevamos dentro. Que nuestras life skills se desarrollen de manera proporcional a nuestra edad, al cargo que ostentamos, a los ascensos, a nuestros ingresos o al vehículo que adquirimos. No hay duda que el mundo, nuestro mundo, sería mejor si los adultos recuperáramos esas habilidades.

Felices fiestas. Que el 2019, nos volvamos a encontrar.

El porqué de las cosas


En una conversación con mi hija Romina, de 3 años:

·      Romina: Papá ¿El cielo es azul?
·      Papá: Si, hija.
·      Romina: ¿Por qué?
·      Papá: Así es nuestro planeta tierra.
·      Romina: ¿Por qué?
·      Papá: Así lo creó Dios.
·      Romina: ¿Por qué?
·      Papá: Porque así se ve más bonito.
·      Romina: ¿Y por qué tiene blanco?
·      Papá: Son las nubes, hija.
·      Romina: ¿Por qué?

Fueron varios minutos de “porqués” antes de que se quedara satisfecha con las respuestas. Esta es una constante con ella y con mi hijo de 7 años, y seguramente con los niños en general. Desde que empezamos a hablar, cuestionamos todo aquello que podemos, como parte de nuestro proceso de aprendizaje. Es ese cuestionamiento el que nos lleva a entender muchas cosas en la vida.

Lamentablemente, conforme vamos creciendo, perdemos esa capacidad de cuestionar, ese espíritu crítico que nos lleva a definir finalmente cuales serán nuestras convicciones, valores y principios de vida. Es un paradigma social. En las escuelas y en las empresas, pareciera que es casi una falta de respeto cuestionar. Los docentes y los jefes, los alumnos y los colaboradores, dan muchas cosas por ciertas e inmutables, porque siempre se pensaron o se hicieron así.

Hace algunas décadas, el japonés Sakichi Toyoda [padre del fundador de Toyota, Kiichiro Toyoda], propuso una técnica llamada los “5 porqués” [5 whys], a través de la cual se explora relaciones de causa efecto, respecto a un problema en particular. Esta herramienta se basa en el cuestionamiento como esencia de la mejora continua. Hoy, dicha herramienta, en su versión original o con algunas variantes, es utilizada para diversos fines en el ámbito de la mejora continua, de la innovación, de la gestión de proyectos, entre otros. Ojalá la utilizáramos más en la vida cotidiana.  

En mi opinión, el cambio en las personas, en las empresas y en la sociedad en general, se basa en dos factores: el espíritu crítico para cuestionar [nos] permanentemente y la apertura para aceptar nuevas ideas. Solo así garantizamos el crecimiento. Solo así es posible descubrir otras formas de hacer las cosas, basados en la creatividad y la libertad de elegir del ser humano.

El cambio de paradigma es esencial. Cuan distinto sería el mundo si adoptáramos el espíritu crítico de los niños, si preguntáramos más y diéramos menos cosas por sentadas, si investigáramos el “porqué de las cosas”, sin asumir que son ciertas porque alguien nos las contó. Seremos mejores, en la medida que el signo de interrogación [cuestionamiento], reemplace al de exclamación [juzgamiento].

El cliente y el embudo


Hace algunas semanas me di con la sorpresa que, una empresa con la que había contratado servicios digitales en el mes de mayo, seguía cargando cobros mensuales a mi tarjeta de crédito, aún sin utilizar su servicio. Apenas tomé conocimiento, los contacté vía correo electrónico. La sede de esta empresa queda en París, Francia [con 7 horas de diferencia horaria], sin embargo, recibí una respuesta a las 2 horas, indicando que habían registrado mi reclamo, y que lo iban a resolver en un máximo de 72 horas. Mi sorpresa fue mayor aún, cuando al día siguiente, vi el dinero de regreso en mi tarjeta de crédito, sumado a un correo electrónico con español mal escrito, que decía: “Señor, su reclamo ha sido atendido”. No hicieron preguntas, no pusieron trabas, tampoco utilizaron el plazo máximo que tenían para resolver el problema. Quedé fascinado a pesar del malestar percibido cuando noté los cobros.

Que yo recuerde, en Perú, ninguna empresa con la que haya generado un reclamo en los últimos 20 años, ha sido tan diligente en resolverlo. Por el contrario, por lo general encontramos respuestas como: tiene que pagar primero para poder generar su reclamo, tenemos 30 días para resolverlo, no podemos hacer nada desde acá, todo se decide en Lima [cuando el reclamo es en provincias], o simplemente, no hay respuesta.

Muchas empresas se pasan hablando de lo importante que es el cliente para ellas e incluso dicen “incluirlos” en su estrategia. Pero todo queda en el plan o en la cabeza de los directivos, pocas veces se lleva a la práctica. Otras simplemente diseñan sus procesos en función a lo que es más cómodo para ellas, para no “complicar” más el modelo de negocio con el que funcionan.

Una empresa puede ser rentable en el corto plazo, pero aun así, puede perder valor, y eso la hará insostenible en el tiempo. Y una de las cosas que más hacen las empresas para perder valor, es maltratar a sus clientes. Aspectos tan simples como respuestas tardías o nulas, procesos enfocados en el “statu quo” del negocio, deficiencia en la información y comunicación, falta de disponibilidad [negarse a la omnicanalidad, que es lo que el consumidor de hoy busca], cultura organizacional basada en indicadores en los que el cliente no existe, mapeo erróneo de los “touchpoints”, entre otros. Pareciera que aplicaran la ley del embudo en su relación con el cliente.

Es poco probable que una empresa fidelice a sus clientes, si no se preocupa por ellos. Peor aún, su sostenibilidad en el tiempo correrá riesgo. La experiencia del cliente no es una moda, tampoco un cliché, aunque pareciera que muchos lo toman así. En un mercado cada vez más competitivo y “commoditizado”, la experiencia marcará la diferencia.

Como no te voy a querer, Perú



En los últimos meses, los peruanos hemos vivido algo pocas veces visto, a raíz de la clasificación de la selección peruana al mundial de Rusia 2018. A mi modo de ver las cosas, este hecho va más allá del deporte: yo creo que es “peruanidad, disfrazada de fútbol”.

Pero, este proceso, también ha tenido sus críticos, por el aparente “descuido” y “pérdida de enfoque” de los peruanos en lo que realmente es importante para el país. Discrepo con ello, pues lo que se vio en las últimas semanas, no solamente en Perú, sino también en Rusia, y en cuanto país resida es un peruano, tal vez es el reflejo de lo que sucedió, de lo que vivimos hoy, y ojalá, del inicio del cambio que queremos ver en nuestro país.

Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra austriaco, decía: “Las circunstancias externas pueden despojarnos de todo, menos de la libertad de elegir como responder a esas circunstancias” [El hombre en busca de sentido, 1946]. Y tal parece, que eso es lo que hicimos los peruanos.

Allá en las calles y estadios de la lejana Rusia, se abrazaban aquellos que, seguramente por instinto de sobrevivencia, tuvieron que salir del Perú como consecuencia del terrorismo, de la hiperinflación, de las dictaduras o de la falta de oportunidades. Y estos a su vez, se confundían con los peruanos, aún residentes en su país natal, para cantarle al Perú, para hacerle saber a esta hermosa patria, que desde donde nos toque jugar el partido de la vida, siempre la llevaremos en el corazón e hincharemos por ella.

Como no te voy a querer, Perú. Si el fútbol ha hecho, por lo menos momentáneamente, que nos unamos más, que trabajemos en equipo, que nos abracemos con conocidos y desconocidos, qué gritemos hasta mas no poder, que seamos más empáticos y hasta que toleremos el error. Como no te voy a querer, Perú, si en la compañía o en la soledad, has puesto a flor de piel, lo mejor de nosotros, los peruanos. Nunca antes vi tanto agradecimiento de las personas. Nunca antes vi tanta unión. Nunca antes sentí ese nudo en la garganta, ni esas lágrimas que salían del alma.  

Quién sabe, si mientras escribo estas líneas, algún peruano esté tomando un avión, para hacer patria, fuera de ella. Quién sabe, si aún las huellas de las confiscaciones, de los bombazos, de las colas, de los toques de queda, de los medios secuestrados, de la política, de la falta de oportunidades o de cualquier otra circunstancia, aún viven [y duelen] en los peruanos. Lo que si me queda claro, es que, por lo menos estamos entendiendo, que para que el país cambie, es fundamental un cambio individual.

Que sería del Perú, si la actitud mostrada durante el proceso del mundial, se repite todos los días, todas las semanas, todos los meses, todos los años, dentro y fuera de nuestro territorio. Peruanos más tolerantes, más unidos, más respetuosos, más comprometidos, más hinchas, capaces de hacer lo necesario para lograr un objetivo, sin importar las circunstancias. Dicen muchos, que este es solo el comienzo. Que sea así, el inicio de un gran cambio para nuestro país. Por eso y mucho más, como no te voy a querer, Perú.


La carrera de la vida



Hace unos días, y después de casi 22 años, participé en una carrera de postas, en una mini competencia de padres de familia del colegio de mi hijo mayor. Era una carrera en la que no había nada que ganar/perder, servía más como espacio de confraternidad entre los padres. Aun así,  al parecer todos los participantes, nos la tomamos en serio. Debo confesar, que conforme se acercaba la hora de correr, los nervios se acrecentaban. Segundos antes de recibir la posta, sentí adormecimiento en el cuerpo, y cuando la tuve en mis manos, todo desapareció.

Luego de culminado el evento, reflexioné sobre esos nervios, que me incomodaron por varios minutos. Traté de explicarme el por qué de esa reacción: ¿miedo a perder?, ¿a hacer el ridículo?, ¿a caerme?, ¿a no llegar a la meta? Tal vez todos esos. Pero lo hice, corrí tan fuerte como pude.

Los nervios no son otra cosa que una reacción de nuestro cuerpo, relacionada a lo que percibimos en el mundo exterior. Es una reacción ante un cambio o ante un evento que nos saca de la comodidad. Y la vida es exactamente igual. Un cambio de trabajo, de ciudad, una decisión importante, una reunión con desconocidos, una exposición, una situación de peligro, tienen en común dos cosas: resultados desconocidos y alto grado de incertidumbre.  A la vez, esas dos condiciones, nos producen nervios, miedos, ansiedad, estrés y hasta rechazo.

¿Qué hacer para no tener nervios? Hay infinidad de técnicas que ayudan a gestionarlos [no necesariamente a evitarlos]. Sin embargo, es fundamental tener en cuenta, que nuestras emociones [miedo, tristeza, alegría, enojo], están generadas en base a nuestras percepciones. Por ej., si nosotros percibimos que un lugar es peligroso, evitaremos ingresar en él, aunque nuestra percepción sea poco objetiva e incorrecta. Por tanto, lo primero será, tratar de cambiar nuestras percepciones sobre esa situación, viendo lo que podemos “ganar”, y no tanto lo que podemos “perder”.

Por otro lado, ¿es malo tener nervios? Estoy convencido que no. El futbolista más experimentado o el actor más ducho, podrán dar fe de ello. Pero cuando uno siente nervios, es porque está saliendo de su “zona de confort” y tratando de acceder a una nueva zona que genera poca seguridad. En ese momento, solo tenemos dos opciones: huir, como consecuencia de ese miedo, o enfrentar la situación, y hacerse responsable por los resultados.

Como todo en la vida, esta es una decisión personal. En la carrera de la vida, uno decide que quiere ser, aquel que aplaude en las tribunas o el que intenta meter el gol. Al final, los estadios también necesitan hinchas, y los teatros, espectadores.

Papá, yo quiero ser vendedor



Ayer estuve casi diez horas en una clínica, debido a una cirugía que tuvieron que hacerle a Mathías, mi hijo mayor. Mientras esperábamos en el ambiente contiguo a la sala de operaciones, tuvimos una conversación que duró casi dos horas. Debo reconocer, que fue una charla motivada por la necesidad de ahuyentar el temor, la preocupación y la ansiedad de ambos. A pesar de ello, confieso que en ese tiempo, conocí muchas cosas que antes ignoraba sobre mi hijo [de 6 años], y seguramente a él le sucedió lo mismo, cuando le contaba sobre mí. Aquí un fragmento de la conversación que quedó grabado en mi mente:

-     Papá: Hijo ¿qué quieres ser cuando seas grande? [Para ser honesto, esperaba como respuesta, ser granjero, veterinario [a él le fascinan los animales] o en el peor de los casos, bombero, policía o doctor.
-       Mathías: Papá, yo quiero ser vendedor.
-       Papá: ¿En serio? ¿Por qué quieres ser vendedor?
-     Mathías: Es que la vida se trata de eso. Tú ofreces algo y las otras personas te dan algo a cambio. Así funciona.
-       Papá: ¿Y qué venderías?
-       Mathías: Tal vez productos del campo, frutas, verduras.
-       Papá: ¿Por qué la gente te compraría a ti y no a otro?
-    Mathías: Porque yo mismo sembraría y cosecharía los productos para venderlos. Yo tengo que trabajar para darle lo mejor a las personas.
-   Papá: Me parece muy bien hijo. Tu podrías ser lo que quieras ser [pintor, escritor, ingeniero, arquitecto, veterinario, etc.]. Puedes ser sacerdote o presidente del Perú. Hagas lo que hagas, asegúrate de ser vendedor también.

Ojalá yo hubiera pensado así a su edad. Ojalá lo hubiera hecho siquiera a los 20 años. Ojalá que cada vez más gente en el mundo piense como Mathías. Y es que, como él me dijo, la vida es así [siempre estamos vendiendo]. Pero no solo eso. Un buen vendedor, desarrolla habilidades que el mundo necesita con urgencia. Esas habilidades que comúnmente llamamos “blandas”, pero que en realidad son “habilidades para la vida”, para una convivencia mejor.

Necesitamos más empatía para poder comprender a los demás. Mayor capacidad de escuchar, y menos habilidad para juzgar. Menos ruidos [muchas veces mentales] en nuestra comunicación. Más confianza y menos miedos. Mayor tolerancia al rechazo y aceptación del error [propio y ajeno]. Más vocación de servicio y menos beneficio propio. Eso y mucho más.

Soy un convencido de que nuestras familias, nuestras empresas y nuestra sociedad en general, serán mejores, en la medida en que las personas nos preocupemos más en desarrollar dichas habilidades. Por eso, declaro: yo también quiero ser vendedor.

Gracias por tu confianza, Ramón



Hace algunas semanas acudí a un grifo ubicado en una zona industrial de la ciudad. Solicité al personal “tanquear” [llenar a tope de combustible] mi vehículo, y cuando este terminaba de hacerlo, me dispuse a retirar la tarjeta de crédito de la billetera para realizar el pago. Mientras lo hacía, Ramón [la persona que me atendía], me dijo: Señor, en este grifo solo se aceptan pagos en efectivo. En ese momento no tenía el efectivo [¿no era obvio?], por lo que los siguientes quince minutos, nos enfrascamos en una discusión.

Solicité a Ramón que me deje ir al cajero más cercano, para retirar el dinero y pagarle. Ante el pedido, escuché frases como “hubiera preguntado antes de abastecer”, “ya muchas veces me la han hecho, se van y nunca regresan con el dinero”, “déjeme su celular, porque no confío en usted”, “entienda mi posición”. Y yo, cada vez más indignado, le decía: “cómo se te ocurre que te voy a estafar”, “ni loco te dejo mi celular en garantía”, “cómo es posible que, en ésta época, un grifo no tenga plataforma para pagos con tarjeta de crédito”, “por favor ponte en mi lugar”. Finalmente, Ramón, con cierta desconfianza, me dejó ir al cajero, sin dejar garantía alguna. A los veinte minutos regresé y le pagué. Al hacerlo le dije, gracias por tu confianza, Ramón. El solo atinó a asentir con la cabeza.

Mientras regresaba a casa, reflexioné sobre el hecho. Ambos teníamos nuestros propios argumentos, basados en perspectivas distintas. Él tenía sus razones y yo las mías. Yo le exigía que se ponga en mi lugar y el también. No empatizamos, pero el cedió.

La empatía no es otra cosa que la habilidad cognitiva de una persona para comprender el universo emocional de otra. Parece tan simple y a la vez tan complejo de practicarlo. Vivimos en un mundo en el que escuchamos solo para defendernos. Oímos [vibraciones de sonido], pero no escuchamos. Al menos no lo hacemos de manera consciente, sin emitir juicios sobre la persona que genera el mensaje. Las creencias [afirmaciones mentales que viven en nosotros] forman el mundo de cada individuo, y luego, generan nuestras percepciones.  

¿Cuán distinto sería el mundo si juzgáramos menos? ¿Cómo serían nuestras relaciones con las personas si practicáramos la comprensión con el otro? ¿En cuánto mejoraría el servicio de las empresas con los clientes? ¿Hasta qué nivel se reduciría la violencia que hoy vivimos? ¿Cuántos conflictos se hubieran evitado? ¿Cuántos matrimonios seguirían vigentes? ¿Qué cantidad de proyectos se hubieran implementado? Nunca sabremos la respuesta, si es que no hacemos de la empatía, un hábito en nuestras vidas.

Seamos el cambio que queremos ver a nuestro alrededor. Exijamos menos, ofrezcamos más. Evitemos juzgar, procuremos comprender. Menos suposiciones o historias inventadas, más hechos reales. No se trata de asumir el pensamiento de otros, si no de respetar sus ideas y su manera de afrontar la vida. El mundo, nuestro mundo, puede ser mejor, si nosotros somos mejores.

Experiencia del cliente: billetera no mata galán


Ayer fui, por segunda vez, a buscar un título relacionado a finanzas, a una de las pocas librerías formales de la ciudad. La primera vez fue hace cuatro días, en una visita fugaz, dada la cantidad de gente que encontré. Esperé tener mejor suerte la segunda vez. Lamentablemente no fue así.

Por la época [escolar], encontré alrededor de 15 o 20 personas en el local. Al consultar a la primera persona que me atendió, me envió a la zona donde estaban los libros empresariales. Como no encontré el título, pregunté a otra persona, que me envió a otra zona de libros de gestión. Como seguía sin obtener resultados, solicité a una tercera persona que buscara en su sistema, solo para confirmar que el título [o alguno relacionado] esté en su stock. La respuesta fue que se encontraban en campaña escolar y que las computadoras estaban ocupadas, por lo que me entregó un folleto con la dirección de la página web, para que intente por ese medio [obviamente, no desde la tienda]. Sin decir palabra, me retiré, con evidente molestia.

Una mala experiencia del cliente, no solo genera la pérdida de la venta en el corto plazo, sino la del cliente mismo y otros potenciales, que, como consecuencia del boca a boca negativo, decidan no comprar en ese negocio.

¿Podría una bodega de barrio implementar pago con tarjeta de crédito? ¿Cuán difícil es que una farmacia o un restaurante local lleve un registro de las compras de sus clientes, para luego fidelizarlos con premios, promociones o descuentos? ¿Sería imposible implementar un sistema delivery en un mercado tradicional? ¿Qué tan complicado puede ser sonreír, saludar, despedirse o regalarle un caramelo al cliente? Estas son acciones simples, que sin duda marcarían la diferencia.

Decidir brindar una adecuada experiencia al cliente, no necesariamente tiene que ser costoso. Muchas veces es solo cuestión de querer hacerlo. Lo impagable sería insistir en tomar decisiones sin enfocarnos en el cliente, tanto como para hacer que nuestro negocio desaparezca.

El camino para competir con las grandes corporaciones, no está en oponerse a que estas crezcan  o a impedir su instalación en determinada zona, menos aún en reducir nuestro precio. Billetera no mata galán. La estrategia está en ser diferente [galán], y que esta diferencia sea percibida por quien nos compra. El problema surge cuando “nos dejamos estar” y no hacemos nada para tener un negocio más competitivo. Culpar a la competencia de lo mal que nos va, es solo una buena excusa para no hacer nada, una buena excusa para morir.

Si quieres vender, sal de tu casa a ofrecer

El fin de semana estuve en la playa, disfrutando de unas horas de sol, arena y mar. Como en todo lugar, nunca faltan los emprendedores [prefiero llamarlos así, antes que ambulantes o comerciantes] que ofrecen desde comida, hasta juguetes y ropa de verano.

Un hecho llamó mi atención. A pocos metros del lugar donde nos instalamos, había una especie de stand que ofrecía platos marinos y bebidas refrescantes. El espacio se veía bonito y aseado, pero en las casi seis horas que estuve en el lugar, solo vi a dos personas acercarse a él. La otra cara de la moneda, eran los carritos improvisados, que pasaban de sombrilla en sombrilla ofreciendo platos similares, pero con mucho mayor éxito en la venta.
¿Cuál era la diferencia entre uno y otro? No era el producto, ni la marca, ni siquiera la presencia o vestimenta. La diferencia entre el emprendedor que vendía y el que no, simplemente estaba en la actitud. Mientras uno se acercaba al cliente, el otro esperaba sentado a que el cliente lo buscara.

“Si quieres vender, sal de tu casa a ofrecer”. Esta frase la escuché por primera vez hace diez años, mientras trabajaba en Proinversión, cuando un representante de dicha institución brindaba un taller dirigido a funcionarios de Gobiernos Regionales. En mi interpretación, esta no solo se refiere a salir en busca de oportunidades [o de hacer negocios], sino a dejar la comodidad de “hacer lo que siempre hacemos”, para buscar alternativas que nos generen resultados distintos a los que tenemos hasta el momento.

¿Cuántos productos o empresas mueren de manera temprana porque sus promotores no saben vender? ¿Cuántos políticos sufren la antipatía del ciudadano por no saber comunicar? ¿Cuántos profesionales no encuentran el trabajo soñado por esperar en lugar de buscar? ¿Cuántos negocios o proyectos se frustran por no saber convencer? ¿Cuántos clientes pierde una marca por no lograr empatizar?

No importa si tienes un producto/servicio espectacular o la mejor infraestructura. Tampoco si estudiaste en la mejor universidad o crees haber encontrado la idea de negocio que te hará millonario. Menos aún, si consideras que tienes la solución perfecta para las personas o  empresas. En la vida y en los negocios, no se trata de quién eres tú o tu empresa, si no de cuán capaz eres de influir sobre las decisiones de los demás.

La distancia que nos separa

Apenas han transcurrido algunas horas del 2018. Tal vez aún permanecen frescos los deseos luego de comer las doce uvas o el viaje anhelado tras esa vuelta a la “manzana”. El champagne, el arroz y las lentejas, las prendas amarillas, los fajos de billetes o las promesas para un nuevo año, son elementos infaltables en nuestras celebraciones.

Por lo general hacemos que esta fecha sea propicia para renovar nuestro optimismo, nuestros compromisos y nuestras metas. Sin embargo, no pocas veces nos sucede lo que Tali Sharot llama la predisposición al optimismo [The optimism bias: A Tour of the Irrationally Positive Brain, 2011]. Esto no es otra cosa que nuestro [exceso] de entusiasmo ante el inicio de una nueva vuelta de la tierra al sol.  

¿Cuántas veces nos sucede que esos objetivos no se cumplen? ¿Cuánto de esos objetivos que no se han cumplido, es por falta de acción? ¿Cuánto de realidad le agregamos a ese optimismo?  Yo le llamo congruencia, o dicho de mejor forma, la falta de ella. Nos trazamos objetivos y luego hacemos muy poco o nada para llegar a ellos, como si de la gracia divina o de las “12 uvas” dependiera alcanzarlos. Queremos vender más, pero hacemos el mínimo esfuerzo para que eso suceda. Queremos un mejor trabajo, un incremento de salario o el viaje soñado, pero nuestro actuar en el día a día dista mucho de esos objetivos. Reclamamos un mejor país como si solo dependiera de los demás, y no de nosotros mismos.

La distancia que nos separa de nuestros objetivos no se mide en kilómetros ni en dólares, tampoco se define por las autoridades que nos gobiernan ni la coyuntura económica. La distancia real, no es más que la diferencia entre lo que pensamos o creemos y lo que hacemos. Es esa distancia que nos hace juzgar, que nos hace menos tolerantes, que nos convierte en los dueños de la verdad. Ese puente que divide a los que dicen hacer de los que hacen.

Seremos mejores personas cuando practiquemos la congruencia como un hábito de vida. Seremos un mejor país, cuando dejemos de señalar y practiquemos el arte de vernos en el espejo todos los días. Cuando nos demos cuenta de que lo que vemos allá afuera, no es otra cosa que el reflejo de lo que somos por dentro. Cuando olvidemos nuestro rol de espectadores y asumamos nuestro rol de actores.


Que el 2018 sea un buen año para todos. Que juzguemos menos y hagamos más. Que veamos menos allá afuera y miremos más en nosotros mismos. Que nos haga más congruentes y tolerantes. Que escuchemos para comprender y no para refutar. Solo así, la distancia que nos separa, se reducirá.