Menu

Si quieres vender, sal de tu casa a ofrecer

El fin de semana estuve en la playa, disfrutando de unas horas de sol, arena y mar. Como en todo lugar, nunca faltan los emprendedores [prefiero llamarlos así, antes que ambulantes o comerciantes] que ofrecen desde comida, hasta juguetes y ropa de verano.

Un hecho llamó mi atención. A pocos metros del lugar donde nos instalamos, había una especie de stand que ofrecía platos marinos y bebidas refrescantes. El espacio se veía bonito y aseado, pero en las casi seis horas que estuve en el lugar, solo vi a dos personas acercarse a él. La otra cara de la moneda, eran los carritos improvisados, que pasaban de sombrilla en sombrilla ofreciendo platos similares, pero con mucho mayor éxito en la venta.
¿Cuál era la diferencia entre uno y otro? No era el producto, ni la marca, ni siquiera la presencia o vestimenta. La diferencia entre el emprendedor que vendía y el que no, simplemente estaba en la actitud. Mientras uno se acercaba al cliente, el otro esperaba sentado a que el cliente lo buscara.

“Si quieres vender, sal de tu casa a ofrecer”. Esta frase la escuché por primera vez hace diez años, mientras trabajaba en Proinversión, cuando un representante de dicha institución brindaba un taller dirigido a funcionarios de Gobiernos Regionales. En mi interpretación, esta no solo se refiere a salir en busca de oportunidades [o de hacer negocios], sino a dejar la comodidad de “hacer lo que siempre hacemos”, para buscar alternativas que nos generen resultados distintos a los que tenemos hasta el momento.

¿Cuántos productos o empresas mueren de manera temprana porque sus promotores no saben vender? ¿Cuántos políticos sufren la antipatía del ciudadano por no saber comunicar? ¿Cuántos profesionales no encuentran el trabajo soñado por esperar en lugar de buscar? ¿Cuántos negocios o proyectos se frustran por no saber convencer? ¿Cuántos clientes pierde una marca por no lograr empatizar?

No importa si tienes un producto/servicio espectacular o la mejor infraestructura. Tampoco si estudiaste en la mejor universidad o crees haber encontrado la idea de negocio que te hará millonario. Menos aún, si consideras que tienes la solución perfecta para las personas o  empresas. En la vida y en los negocios, no se trata de quién eres tú o tu empresa, si no de cuán capaz eres de influir sobre las decisiones de los demás.

La distancia que nos separa

Apenas han transcurrido algunas horas del 2018. Tal vez aún permanecen frescos los deseos luego de comer las doce uvas o el viaje anhelado tras esa vuelta a la “manzana”. El champagne, el arroz y las lentejas, las prendas amarillas, los fajos de billetes o las promesas para un nuevo año, son elementos infaltables en nuestras celebraciones.

Por lo general hacemos que esta fecha sea propicia para renovar nuestro optimismo, nuestros compromisos y nuestras metas. Sin embargo, no pocas veces nos sucede lo que Tali Sharot llama la predisposición al optimismo [The optimism bias: A Tour of the Irrationally Positive Brain, 2011]. Esto no es otra cosa que nuestro [exceso] de entusiasmo ante el inicio de una nueva vuelta de la tierra al sol.  

¿Cuántas veces nos sucede que esos objetivos no se cumplen? ¿Cuánto de esos objetivos que no se han cumplido, es por falta de acción? ¿Cuánto de realidad le agregamos a ese optimismo?  Yo le llamo congruencia, o dicho de mejor forma, la falta de ella. Nos trazamos objetivos y luego hacemos muy poco o nada para llegar a ellos, como si de la gracia divina o de las “12 uvas” dependiera alcanzarlos. Queremos vender más, pero hacemos el mínimo esfuerzo para que eso suceda. Queremos un mejor trabajo, un incremento de salario o el viaje soñado, pero nuestro actuar en el día a día dista mucho de esos objetivos. Reclamamos un mejor país como si solo dependiera de los demás, y no de nosotros mismos.

La distancia que nos separa de nuestros objetivos no se mide en kilómetros ni en dólares, tampoco se define por las autoridades que nos gobiernan ni la coyuntura económica. La distancia real, no es más que la diferencia entre lo que pensamos o creemos y lo que hacemos. Es esa distancia que nos hace juzgar, que nos hace menos tolerantes, que nos convierte en los dueños de la verdad. Ese puente que divide a los que dicen hacer de los que hacen.

Seremos mejores personas cuando practiquemos la congruencia como un hábito de vida. Seremos un mejor país, cuando dejemos de señalar y practiquemos el arte de vernos en el espejo todos los días. Cuando nos demos cuenta de que lo que vemos allá afuera, no es otra cosa que el reflejo de lo que somos por dentro. Cuando olvidemos nuestro rol de espectadores y asumamos nuestro rol de actores.


Que el 2018 sea un buen año para todos. Que juzguemos menos y hagamos más. Que veamos menos allá afuera y miremos más en nosotros mismos. Que nos haga más congruentes y tolerantes. Que escuchemos para comprender y no para refutar. Solo así, la distancia que nos separa, se reducirá.