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Mamá, no sé por qué lloro


Tengo un trabajo que me fascina y apasiona, y cuando regreso a casa luego de un día extenuante, me encuentro con una familia completamente extraordinaria e increíble.

La semana pasada tuve la oportunidad de aprender de una manera práctica y poco pensada una de las mejores cosas. Mi hijo de 7 años, el último de tres hermanos, el conchito, tuvo una muy airada reacción, a mi parecer totalmente desproporcionada, al negarle la posibilidad de llevar uno de sus juguetes preferidos al colegio, puesto que ese día en particular saldrían de paseo.

Fue impresionante verlo levantarse de la mesa, rojo de cólera, guardándose varios comentarios de protesta, apretando sus labios y mirando hacia arriba para evitar que sus lágrimas superen la capacidad de sus ojos y lo dejen en evidencia.

Decidí acercarme e intentar disuadirlo para hacerle notar que era mejor no arriesgar a que se pierda su tan amado juguete. Sin embargo, al verlo tan desencajado, le pregunté: hijo ¿qué sientes? Su única respuesta fue: No lo sé, mamá, no sé por qué lloro. No me esperaba esa respuesta, realmente pensé que me abrumaría con un pliego de reclamos acerca de lo injusto de la orden, y cuán triste y enojado se sentía.

Luego de ello tuvimos una gran conversación que duró cerca de media hora, en la que traté de ayudarlo a identificar qué emociones lo gobernaban, y qué hacer para gestionar cada una de ellas.

El hecho fue tan importante para mi hijo de 7 años, como para nosotros, sus padres, que como adultos nos enfrentamos en todo momento a situaciones que no salen como queremos o a personas que nos retan para mantener relaciones aceptables.  El identificar y aceptar nuestras emociones, revertirá positivamente en nuestra seguridad y autoestima. Claro que es posible permitirnos ser “dueños de nuestros sentimientos”. 

Las emociones no son buenas ni malas, son necesarias para aprender y crecer como seres humanos. Conozcámoslas, aceptémoslas y gestionémoslas. ¡Eso nos abrirá un mundo de posibilidades!

Vanessa Hinojosa Hoyos

Gerente General
Clínica Vallesur AUNA

¿Qué tenemos debajo de la nariz?


Hace poco más de tres meses, mi esposa y yo, tuvimos una reunión con la profesora de Mathías, mi hijo de 7 años, en la que estuvo también la psicóloga del colegio. Nos congregaba la necesidad de tener retroalimentación en relación al resultado de algunos tests a los que había sido sometido mi hijo. A continuación un extracto de la conversación:

[Psicóloga]: En términos generales, Mathías ha respondido bien a todas las preguntas. Sin embargo, es importante trabajar mejor en el reconocimiento de las partes del cuerpo humano.
[HPP]: ¿A qué se refiere exactamente? 
[Psicóloga]: Una de las preguntas del test era ¿qué tenemos debajo de la nariz?
[HPP]: ¿Qué es lo que respondió mi hijo?
[Psicóloga]: Indicó que “debajo de la nariz tenemos bacterias”.
[HPP]: Y la respuesta correcta es…
[Psicóloga]: En realidad, señor, la respuesta correcta es “la boca”.
[HPP]: Perdón. Lo que pasa es que mi hijo respondió desde su propia perspectiva. El, por lo menos en este caso, tiene otra forma de ver las cosas. Si vemos la nariz, desde otro ángulo, en efecto mi hijo tiene razón.
[Psicóloga]: (Mostrando una sonrisa) Es que, “por lo general”, la perspectiva debe ser similar a aquella que vemos cuando nos reflejamos en el espejo.
[HPP] Entiendo. Pero cuando yo me veo al espejo, “por lo general” este me muestra que debajo de la nariz, tengo el surco subnasal [o surco del filtrum], por tanto, desde su punto de vista, también la respuesta estaría errada, ¿no cree?.

Luego de un breve intercambio de ideas, seguimos charlando sobre los resultados de mi hijo. Sin embargo, al salir de la reunión, me quedé pensando en qué tanto tenía que ver ese hecho “anecdótico” con el mundo en que vivimos. Mi conclusión es evidente.

No aceptar otros puntos de vista, nos lleva a juzgar a los demás, y muchas veces, de manera dura y errónea. Imaginémonos el impacto de esto en seres que recién se están formando [niños, adolescentes]. Comprender, para luego ser comprendido, decía Steven Covey. Que gran verdad, pero cuan alejada de la realidad de hoy, en la que muchas veces asumimos el rol de los “incomprendidos”. ¡Qué bien se siente uno en el papel de víctima!, así es más fácil pues.

Vivimos en un mundo en el que pretendemos que nuestro punto de vista, sea el mismo que los demás deban tener. Creemos que nuestra verdad es absoluta, y que todo y todos deben girar alrededor de ella. Si a eso le agregamos la falta de tolerancia, la escasez de empatía y la deficiente capacidad de escucha, tenemos la receta perfecta para lograr que las personas se alejen, no solo de sus objetivos, sino del resto de personas que las rodean.

¿Cómo es que queremos un mundo mejor, si no empezamos por aceptar las ideas de los demás? ¿Cómo es que queremos soluciones creativas a los problemas actuales, si vivimos permanentemente en el paradigma del “incomprendido”? Menos imposición y más apertura. Menos verdades absolutas y más entendimiento de los demás. Menos habla y más escucha. Menos egoísmo, más generosidad. Mi opinión no tiene que ser igual a la tuya. El éxito en la convivencia, y en la vida en general, se basa en respetar y aprender de las perspectivas de los demás.

No hay crecimiento sin mudanza


Hace cuatro meses, me tocó iniciar un proceso de mudanza. A pesar de que aún no terminamos [mi familia y yo] de acomodarnos en el nuevo departamento, debo confesar que, no solo aprendí, sino que disfruté de ese caótico suceso. En el camino me di cuenta de algunos aspectos, que son parte de nuestro día a día, y sobre los que vale la pena reflexionar.

El primer paso fue guardar en cajas las cosas de la vivienda que dejábamos, para facilitar el traslado. Fue el inicio del desorden. Allí encontramos objetos [supuestamente] perdidos, otros que probablemente nunca vamos a utilizar y aquellos que “se deben mantener” porque guardan un valor sentimental. También encontramos cosas que no sabíamos que teníamos. Luego de varios años de estar en el mismo lugar, nos dimos cuenta de todo lo que guardábamos, de lo que estaba a la luz de nuestros ojos, pero también de aquello que habíamos refundido en un rincón olvidado. En esta etapa, empezamos a distinguir, aquello que realmente nos sería útil, de aquello que solo servía para copar un espacio.

El paso siguiente fue crucial, yo diría el más difícil. Teníamos, mi esposa y yo, que decidir qué cosas dejábamos [para desechar, donar o vender] y qué cosas llevábamos a la nueva morada. Hubo muchas coincidencias, pero también discordancias. Al margen de ello, debo reconocer que el proceso de depuración tuvo sus bemoles, sobre todo por lo que algunos objetos evocaban en nosotros: juguetes de nuestros hijos que ya no iban a utilizar más, pero que nos traían gratos recuerdos; mi primer carné universitario [cuya foto ya ni reconozco]; la camisa bonita pero pasada de moda; el buzo del cole; documentos inservibles de hace más de una década o el adorno roto que nos cuesta descartar. Y es que cuando la emoción le gana a la razón [sucede más a menudo de lo que creemos], empezamos a aferrarnos a algo que, aunque nos traiga bonitos recuerdos, ya es parte de nuestro pasado.    

Finalmente, llegó la fase última del caos, establecer el nuevo orden: acomodar las cosas en su ubicación final. Lo primero que le dije a mi esposa fue: la mitad del closet es para mí, la otra para ti. Así lo aceptó, pero como buena abogada, aprovechó los “vacíos de la ley”, ocupando otros espacios. Fuera de lo anecdótico, tal vez es la etapa más placentera, porque implica llenar esos vacíos que quedaron, producto de la depuración, pero también de la nueva realidad, con cosas que armonizan mejor con ese contexto distinto.

Debo ser sincero, aún hay objetos a los cuales seguimos aferrados, pero por ahora, está bien así. Mis hijos fueron los más entusiasmados y los que más rápido se adaptaron, tal vez porque tenían una mochila más liviana.     

Después de todo, tomé consciencia de que la vida es eso, una constante mudanza. Cuando te mudas, dejas algo, pero eliges para ti otra realidad mejor. Desorden, depuración, [nuevo] orden. Ojalá los seres humanos repitamos ese proceso con mayor frecuencia. Moverse siempre es bueno. También lo es, liberarnos de esos pensamientos que no nos ayudan, de las relaciones que nos intoxican, del pasado que nos atormenta, e incluso, de la ansiedad que el futuro produce en nosotros. Siempre es posible encontrar un nuevo orden en la vida. Siempre es necesario generar vacíos, para llenarlos con algo mejor. No hay crecimiento sin incomodidad. No hay crecimiento sin mudanza.