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Carta abierta a PPK

Querido PPK:

Lo que te voy a escribir a continuación, no es más que mi percepción de lo que ha sucedido en este último año, desde que asumiste la presidencia del Perú. No soy un experto ni un politólogo, tampoco pretendo tener la razón. Solo soy uno de los 8, 591,802 peruanos que votamos por ti. Estas líneas son un medio catártico, que funge de puente entre lo que esperaba que suceda, y lo que, según yo, está sucediendo hoy.  

Lo primero que quiero decirte, es que, por primera vez en mi vida de elector, voté por un presidente, con la convicción de que sería la mejor opción. Hoy mi opinión sigue siendo la misma. Esperé, como muchos, tu primer discurso presidencial. Me emocioné, como tú lo hiciste, con tu primer mensaje a la nación. Mis expectativas estaban al tope, alineadas además, con los altos niveles de confianza empresarial que se reflejaban en ese momento.

Ni bien te acomodaste en el sillón presidencial, tuviste que afrontar temas críticos, como la concesión del aeropuerto de Chinchero y las redes de corrupción de Odebrecht. Como si fuera poco, un niño travieso dejó a su paso pérdidas por miles de millones de dólares en el país. Nuestras proyecciones de crecimiento, se redujeron casi a la mitad en 3 meses [entre diciembre de 2016 y marzo 2017]. Y el lobo, herido por la [segunda] derrota, estaba siempre al acecho.

A veces, entre sueños y pesadillas, imagino un juego de ajedrez, en el que cada contrincante tiene como objetivo llegar hasta el rey, buscando el “jaque mate” como epílogo de la partida. Pero, en este juego de ajedrez, no te veo moviendo bien las fichas. Por el contrario, tu contrincante [¿oposición u obstrucción?] ya hizo suyos a tu alfil, a tu caballo y a tu torre. Y va por más. Tu contrincante, ese lobo con sangre en el ojo, te quiere a ti y a tu reino, solo eso. Ese reino que no pudo conseguir democráticamente. No va a parar, PPK, ni siquiera por el anuncio de una posible evaluación del indulto. Eso solo lo detendrá un momento, pero luego irá por ti otra vez.

Dirigir un país no debe ser cosa fácil. Pero creo que hay similitudes con el gerenciamiento de una empresa, e incluso, con la vida misma. Aquí algunas de ellas.

  1. Cuando ocupamos cargos políticos [una dirección, una gerencia o una presidencia], tenemos que ser, además de excelentes técnicos, buenos políticos. Lo uno sin lo otro no funciona.
  2. Creo firmemente en la democracia, pero también creo que una sociedad poco educada y desinformada, sumada a una escasa institucionalidad, no es buena compañera. A veces, solo a veces, un poco de dureza es necesario.
  3. Ser líder no significa ser protagonista de un concurso de popularidad. No le tienes que caer bien a todos [menos a la oposición]. Tomar decisiones en función a lo que más le conviene al país, y no para congraciarse con algunos, sería un mejor camino.
  4. Si te sientas a una mesa a negociar, y no conoces los intereses reales de la otra parte, es probable que seas “la cena”. Hay que ser “bien pensados” [a veces], pero no ingenuos.
  5. La percepción es la realidad. No me cabe duda que estás haciendo cosas buenas, pero existen dos factores clave en los que se debe enfatizar: resultados rápidos de alto impacto y mayor comunicación [transparencia y bidireccionalidad]. Hoy la percepción es que existe “mucho ruido y pocas nueces”. Que los hechos hablen por ti.


Hay cosas que no podemos cambiar en la vida, porque no dependen de nosotros. Lo que si podemos cambiar, es nuestra actitud frente a esas externalidades. Que lo que no funcionó ayer, sea la oportunidad para mejorar hoy. Sigo creyendo en ti, PPK. Pero sería injusto decir que solo depende de ti. Depende de todos nosotros, los peruanos. Mi voto por que seamos cada vez más actores y menos espectadores.  Más soldados y menos generales. Que desde donde nos toque estar, asumamos la responsabilidad de un Perú mejor. 

La vinculación con el cliente, una estrategia para crear valor

Hace un par de años, cuando Coca Cola lanzó la campaña en la que cada persona podía colocar su nombre en la botella que adquiría [o elegir la botella con su nombre del stock], me sucedieron dos hechos curiosos. El primero, luego de adquirir las botellas con los nombres de mis hijos, de haberlas consumido y luego guardado por varios meses, decidí desecharlas. Aunque no me quedó muy claro el por qué, el solo hecho de deshacerme de las botellas, generó una discusión con mi esposa: “había tirado a la basura algo muy importante para ella”. El segundo hecho fue aún más singular. Sucedió cuando una tía abuela muy querida falleció, y al cargar el ataúd, sentimos cómo si “un objeto” en el interior estuviera de un lado a otro golpeando las paredes de madera. Luego nos enteramos de que uno de sus nietos, al conocer la predilección de la abuela, había decidido que ella se llevara a la otra vida una Coca Cola impresa con el nombre con el que él la llamaba: Mamá linda.

Y estos no son hechos aislados. A menudo, cuando estoy frente a un grupo de personas en medio de un proceso de capacitación, hago la siguiente pregunta: ¿Quién cree que tomar Coca Cola es dañino para la salud? Por lo general, casi todos los presentes levantan la mano. La siguiente pregunta es ¿quiénes, de los que han levantado la mano, consumen esa bebida con cierta frecuencia? Prácticamente las mismas manos son las que se levantan.

¿Qué hace esta marca para mantener/fidelizar a sus clientes en medio de decenas [sino centenas o miles] de campañas en su contra, de una tendencia del cuidado de la salud en franco crecimiento e incluso de la aparición de nuevas marcas locales que hacen que el sector de bebidas gasificadas sea cada vez más competitivo? La respuesta es simple. Coca Cola se preocupa por vincularse con el cliente, evocar emociones, revivir momentos. Si hacemos una revisión histórica de su estrategia comercial, en ningún momento [que yo recuerde], Coca Cola hace alusión a las bondades de su producto, a lo “deliciosa al paladar” que pueda ser su receta.

Hoy en día, en un entorno en donde las reglas cambian con mayor rapidez, con cierto grado de incertidumbre y con clientes más exigentes, las marcas tienen la obligación de vincularse con sus clientes para crear mayor valor. ¿Qué significa esto en la práctica? Lo resumo en 4 etapas, secuenciales pero de aplicación sistemática:

  1. Lo primero es conocer al cliente. Esto significa identificar sus hábitos, costumbres, valores detrás de sus intereses, forma de compra, estilo de vida, nivel de ingresos, entre otros [menos big data y más small data]. Si no tengo claro quién es mi cliente, no voy a ser capaz de diseñar una estrategia adecuada para él. Esta información debe estar en la institución, no solo en manos del área comercial o de algunos vendedores.
  2. Definición y diseño de la experiencia deseada: ¿Qué emociones quiero extraer de mis clientes cuando me compren? ¿Qué quiero representar, como marca, en su vida? ¿Qué tiene mi marca, que no tienen los demás? Es importante tener en cuenta que el diseño de la “experiencia” debe estar en función a lo que el cliente valora, y no en base a lo que a “mí me parece bonito” o solo a los atributos de mi producto.
  3. Proceso de vinculación: Tenemos que estar siempre presente para el cliente. En los buenos y en los malos momentos [es decir, no solo cuando me compra]. Más productos [up selling / cross selling], productos personalizados, presencia en todos los canales disponibles, comunicación bidireccional, acciones que generen confianza.
  4. Retroalimentación permanente: Cada estrategia y acción tomada, debe tener un efecto, y este efecto debe ser medido. Recordemos la regla básica de la administración: “no puedo mejorar aquello que no he medido”.  En otras palabras, asegurarnos de la satisfacción de nuestros clientes. Si hay algo que corregir, hacerlo oportunamente.


Estas líneas no pretenden hacer apología a ninguna marca, y menos discutir sobre lo saludable o no que esta puede ser. Por el contrario, se trata de analizar las mejores prácticas de las empresas globales, para “tropicalizarlas” y aplicarlas en el contexto local.  En un mundo cada vez más indiferenciado, en donde la estrategia dirigida a la “gran masa” es la que prima, no es difícil ser distinto a los demás. Pero esto requiere dos decisiones fundamentales: buscar la relación [y no solo la transacción de corto plazo] y estructurar el modelo de negocio en función al valor que podamos generar para el cliente.

Estrategia y optimismo: a mayor conocimiento, menor riesgo

No han sido pocas las veces en las que me ha tocado participar en reuniones de planificación estratégica o de evaluación de algún proyecto específico, ya sea en reuniones de directorio o con ejecutivos de diversas empresas. Aunque, dependiendo del tamaño de la empresa, los procesos de toma de decisión varían, hay un factor que por lo general está siempre presente en este tipo de espacios: El optimismo.

Y eso no es del todo malo. Shawn Accor, profesor e investigador egresado de Harvard, cuyas principales investigaciones se enfocan en las ventajas de la felicidad [The Happiness Advantage, 2010], sostiene que si elevamos el nivel de positivismo de una persona, entonces esta elevará su creatividad, inteligencia y los niveles de energía. Sus estudios concluyen que un cerebro positivo es 31% más productivo, y que por ejemplo, esto hace que las ventas se eleven en 37% o que los médicos sean 19% más certeros en sus diagnósticos. Su propuesta es invertir la fórmula actual: dejar de pensar que el éxito [o cumplimiento de una meta determinada], trae felicidad, y empezar a ser felices para tener éxito en la vida. Esto tiene un trasfondo biológico: mientras más positivos, mayor la posibilidad de que nuestro cerebro segregue dopamina, hormona liberada por el hipotálamo, que no solo nos hace sentir más felices, sino que activa los centros de aprendizaje, permitiendo adaptarnos al mundo de un modo diferente. Hasta ahí todo bien.

Por otro lado, Tali Sharot, psicóloga, investigadora de la neurociencia cognitiva y autora del  libro The Optimism Bias: A Tour of the Irrationally Positive Brain [2011], luego de innumerables experimentos, ha concluido que el ser humano tiene una predisposición natural al optimismo, que si bien es cierto tiene muchos beneficios, también podría traer consigo aspectos no tan buenos, pero que están [o pueden estar] 100% bajo el control de las personas. Sabemos que fumar o tener una dieta rica en grasas nos puede matar, pero no cambiamos ese hábito porque creemos que “sobretodo mata a otras personas” [y no a nosotros, hasta que nos toca].

Pero las consecuencias del sesgo optimista, trascienden del nivel personal al nivel empresarial. Esto hace que al momento de planificar o evaluar un proyecto, consideremos costos más bajos de los que realmente son,  proyectemos un nivel de ventas poco probables o no consideremos algún factor que podría afectar negativamente al negocio. Incluso, personalmente he visto casos [y varios], en los que la alta dirección ha planificado o tomado una decisión basada solo en su forma de pensar [opinión] y experiencia previa, sin recoger información de mercado o de stakeholders.

Para Tali Sharot, la clave para tomar control de nuestro optimismo, es el conocimiento. Debemos ser conscientes que nacemos y vivimos con predisposición a ser optimistas. Esto no quiere decir que no lo seamos más: entenderla no hace que la percepción desaparezca. La esperanza y el optimismo nos hacen capaces de ver realidades diferentes, ciertamente mejores a las de hoy, y de creer que esas realidades distintas, son posibles. Por tanto, es importante ser optimista, pero agregando una cuota de realismo.


Yo sumaría un ingrediente más: la congruencia. Si proclamamos amar nuestra vida, pero nos pasamos un semáforo en rojo, evidenciamos en ese acto una brecha entre lo que decimos y lo que hacemos. Si, siendo una empresa, pretendemos entrar a nuevos mercados o atender mejor a los clientes, pero no nos preocupamos por conocer esos mercados o clientes, entonces, no estamos siendo congruentes. Tal vez nuestro sesgo optimista hace que no lo seamos, y como consecuencia de ello, los resultados probablemente sean distintos a los esperados. El secreto es, entonces, optimismo y esperanza, con conocimiento y congruencia. A mayor conocimiento, menor riesgo.

Hechos e interpretación ¿Qué historias nos estamos contando?

Hace unas semanas, mientras dictaba un taller para el área de ventas de una empresa del sector retail, solicité a los participantes que hicieran el ejercicio de identificar aquellos rasgos que quisieran cambiar de sus clientes, en el caso que tuvieran la capacidad o posibilidad de hacerlo. Les pedí, además, que trataran de ser objetivos, evitando traer a colación situaciones incómodas que hubieran podido tener. Algunos de los aspectos identificados por la mayoría fueron: exigentes, no saben lo que quieren, entran a la tienda solo a mirar, buscan lo más barato, irrespetuosos (no saludan), preguntan aquello que es obvio, reclaman sin haber leído las condiciones de la tienda y dudan sobre la calidad de nuestras prendas.       

Seguidamente, les pedí que convirtieran esas afirmaciones en preguntas dirigidas a sí mismos, para luego responderlas: ¿Estoy siendo exigente? ¿Siempre sé lo que quiero? ¿Busco lo más barato? ¿Siempre saludo? ¿A veces entro a las tiendas solo a mirar? ¿A veces pregunto por lo que es obvio? ¿A veces reclamo sin conocer las condiciones? ¿A veces dudo de la calidad de los productos que veo en los anaqueles? Cuando terminé de escribir en la pizarra la última pregunta, percibí un silencio incómodo en la sala, reflejado en sus rostros. Todos coincidieron en qué estaban juzgando en sus clientes, aquellos que ellos también hacían.

Nuestra vida gira alrededor de las percepciones que tenemos sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea. Sin embargo, es importante distinguir entre dos conceptos. El primero es el hecho, que no es otra cosa que una realidad objetiva, como por ej. Las dimensiones de una pizarra, el color de un auto, las características físicas de un cliente [rostro, vestimenta, higiene]. Son elementos tangibles que por lo general no generan mayor discusión, puesto que todas las personas coincidiremos en su descripción, en función a lo que podemos ver, medir, tocar, etc.

Por otro lado, está la interpretación del hecho, que es el juicio que tenemos sobre alguna persona o situación en particular. Esta interpretación depende de cada persona, por tanto tiene alto grado de subjetividad. Aquí radica la clave. Nuestra percepción determina la interpretación que le damos a cada situación, y esta a su vez nos lleva a la acción. Hacemos aquello en lo que creemos, y eso nos dará determinados resultados.

Regresando al ejemplo con el que abrí este artículo: si yo juzgo a mi cliente en forma negativa, mi predisposición para tratar con él será mala,  por tanto mi trato también lo será [mi cuerpo dirá lo que mi boca trate de callar], y como consecuencia de ello nunca podré implementar una cultura de servicio enfocada en el cliente. Si soy vendedor y creo que un cliente no me comprará porque no tiene “pinta de…” [antes de abordarlo], pues mi resultado será evidente,  perdí la venta antes de gestionarla. Si quiero trabajar en equipo, pero pienso que no todas las personas que están en el merecen mi confianza, eso es lo que obtendré, desconfianza.

Enric Corbera [psicólogo, investigador y promotor de la bioneuroemoción], sostiene que “la vida es un espejo”. Por lo general juzgamos en los demás aquello de lo que adolecemos, pero que nos negamos a aceptar. Vemos en el otro, aquello que no somos capaces de ver en nosotros mismos.

En la medida en que tomemos consciencia de cómo es que estamos percibiendo el mundo y a nosotros mismos, seremos capaces de cambiar nuestras interpretaciones. Si queremos mejorar las relaciones con nuestros seres queridos, con nuestros clientes, con nuestro jefe, con nuestros proveedores, con nuestros compañeros de trabajo y con la sociedad en su conjunto, tenemos que interpretar las situaciones de una forma que nos acerque a ellos, y no que construya una barrera en medio de las partes.


¿Qué historia nos estamos contando sobre nosotros mismos? ¿Qué historia nos estamos contando sobre los demás? ¿Me están ayudando esas historias a ser mejor persona? ¿Me están ayudando esas historias a tener clientes contentos? ¿Me ayudan a vender más o a generar un mejor clima laboral en mi empresa? Tal vez, si rascamos un poquito la olla, encontremos “historias no contadas”, que nos acerquen a los objetivos que buscamos.