No han sido pocas las veces en las que
me ha tocado participar en reuniones de planificación estratégica o de
evaluación de algún proyecto específico, ya sea en reuniones de directorio o
con ejecutivos de diversas empresas. Aunque, dependiendo del tamaño de la
empresa, los procesos de toma de decisión varían, hay un factor que por lo
general está siempre presente en este tipo de espacios: El optimismo.
Y eso no es del todo malo. Shawn
Accor, profesor e investigador egresado de Harvard, cuyas principales
investigaciones se enfocan en las ventajas de la felicidad [The Happiness Advantage, 2010], sostiene
que si elevamos el nivel de positivismo de una persona, entonces esta elevará
su creatividad, inteligencia y los niveles de energía. Sus estudios concluyen
que un cerebro positivo es 31% más productivo, y que por ejemplo, esto hace que
las ventas se eleven en 37% o que los médicos sean 19% más certeros en sus
diagnósticos. Su propuesta es invertir la fórmula actual: dejar de pensar que
el éxito [o cumplimiento de una meta determinada], trae felicidad, y empezar a
ser felices para tener éxito en la vida. Esto tiene un trasfondo biológico:
mientras más positivos, mayor la posibilidad de que nuestro cerebro segregue
dopamina, hormona liberada por el hipotálamo, que no solo nos hace sentir más
felices, sino que activa los centros de aprendizaje, permitiendo adaptarnos al
mundo de un modo diferente. Hasta ahí todo bien.
Por otro lado, Tali Sharot, psicóloga,
investigadora de la neurociencia cognitiva y autora del libro The
Optimism Bias: A Tour of the Irrationally Positive Brain [2011], luego de
innumerables experimentos, ha concluido que el ser humano tiene una
predisposición natural al optimismo, que si bien es cierto tiene muchos
beneficios, también podría traer consigo aspectos no tan buenos, pero que están
[o pueden estar] 100% bajo el control de las personas. Sabemos que fumar o
tener una dieta rica en grasas nos puede matar, pero no cambiamos ese hábito
porque creemos que “sobretodo mata a otras personas” [y no a nosotros, hasta
que nos toca].
Pero las consecuencias del sesgo
optimista, trascienden del nivel personal al nivel empresarial. Esto hace que
al momento de planificar o evaluar un proyecto, consideremos costos más bajos
de los que realmente son, proyectemos un
nivel de ventas poco probables o no consideremos algún factor que podría
afectar negativamente al negocio. Incluso, personalmente he visto casos [y
varios], en los que la alta dirección ha planificado o tomado una decisión basada
solo en su forma de pensar [opinión] y experiencia previa, sin recoger
información de mercado o de stakeholders.
Para Tali Sharot, la clave para tomar
control de nuestro optimismo, es el conocimiento. Debemos ser conscientes que
nacemos y vivimos con predisposición a ser optimistas. Esto no quiere decir que
no lo seamos más: entenderla no hace que la percepción desaparezca. La
esperanza y el optimismo nos hacen capaces de ver realidades diferentes,
ciertamente mejores a las de hoy, y de creer que esas realidades distintas, son
posibles. Por tanto, es importante ser optimista, pero agregando una cuota de
realismo.
Yo sumaría un ingrediente más: la congruencia.
Si proclamamos amar nuestra vida, pero nos pasamos un semáforo en rojo,
evidenciamos en ese acto una brecha entre lo que decimos y lo que hacemos. Si,
siendo una empresa, pretendemos entrar a nuevos mercados o atender mejor a los
clientes, pero no nos preocupamos por conocer esos mercados o clientes,
entonces, no estamos siendo congruentes. Tal vez nuestro sesgo optimista hace
que no lo seamos, y como consecuencia de ello, los resultados probablemente
sean distintos a los esperados. El secreto es, entonces, optimismo y esperanza,
con conocimiento y congruencia. A mayor conocimiento, menor riesgo.
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