Hace algunas semanas acudí a un grifo
ubicado en una zona industrial de la ciudad. Solicité al personal “tanquear”
[llenar a tope de combustible] mi vehículo, y cuando este terminaba de hacerlo,
me dispuse a retirar la tarjeta de crédito de la billetera para realizar el
pago. Mientras lo hacía, Ramón [la persona que me atendía], me dijo: Señor, en este grifo solo se aceptan pagos
en efectivo. En ese momento no tenía el efectivo [¿no era obvio?], por lo
que los siguientes quince minutos, nos enfrascamos en una discusión.
Solicité a Ramón que me deje ir al
cajero más cercano, para retirar el dinero y pagarle. Ante el pedido, escuché
frases como “hubiera preguntado antes de
abastecer”, “ya muchas veces me la
han hecho, se van y nunca regresan con el dinero”, “déjeme su celular,
porque no confío en usted”, “entienda mi posición”. Y yo, cada vez más
indignado, le decía: “cómo se te ocurre
que te voy a estafar”, “ni loco te
dejo mi celular en garantía”, “cómo
es posible que, en ésta época, un grifo no tenga plataforma para pagos con
tarjeta de crédito”, “por favor ponte
en mi lugar”. Finalmente, Ramón, con cierta desconfianza, me dejó ir al
cajero, sin dejar garantía alguna. A los veinte minutos regresé y le pagué. Al
hacerlo le dije, gracias por tu confianza, Ramón. El solo atinó a asentir con
la cabeza.
Mientras regresaba a casa, reflexioné
sobre el hecho. Ambos teníamos nuestros propios argumentos, basados en
perspectivas distintas. Él tenía sus razones y yo las mías. Yo le exigía que se
ponga en mi lugar y el también. No empatizamos, pero el cedió.
La empatía no es otra cosa que la
habilidad cognitiva de una persona para comprender el universo emocional de
otra. Parece tan simple y a la vez tan complejo de practicarlo. Vivimos en
un mundo en el que escuchamos solo para defendernos. Oímos [vibraciones de
sonido], pero no escuchamos. Al menos no lo hacemos de manera consciente, sin
emitir juicios sobre la persona que genera el mensaje. Las creencias [afirmaciones
mentales que viven en nosotros] forman el mundo de cada individuo, y luego, generan
nuestras percepciones.
¿Cuán distinto sería el mundo si
juzgáramos menos? ¿Cómo serían nuestras relaciones con las personas si practicáramos
la comprensión con el otro? ¿En cuánto mejoraría el servicio de las empresas
con los clientes? ¿Hasta qué nivel se reduciría la violencia que hoy vivimos?
¿Cuántos conflictos se hubieran evitado? ¿Cuántos matrimonios seguirían
vigentes? ¿Qué cantidad de proyectos se hubieran implementado? Nunca sabremos
la respuesta, si es que no hacemos de la empatía, un hábito en nuestras vidas.
Seamos el cambio que queremos ver a
nuestro alrededor. Exijamos menos, ofrezcamos más. Evitemos juzgar, procuremos
comprender. Menos suposiciones o historias inventadas, más hechos reales. No se
trata de asumir el pensamiento de otros, si no de respetar sus ideas y su
manera de afrontar la vida. El mundo, nuestro mundo, puede ser mejor, si
nosotros somos mejores.